El premolar solitario de una prostituta
muerta en el anonimato
llevaba un empaste de oro.
Los otros ya habían desaparecido,
como por tácito acuerdo.
El guardacadáveres se lo extrajo de un golpe
lo empeñó y se fue de bailoteo.
Porque, decía,
sólo el polvo ha de volver al polvo.